martes, 20 de enero de 2015

NUEVOS PROYECTOS



Vuelvo. Pero hoy para despedirme. Voy a cerrar este colmado para abrir otro. Y espero encontrarte allí, porque éste el nuevo, el que aún se está construyendo, estará lleno de nuevas historias y, sobretodo, algo que realmente se convierte en novedad, es que estará lleno de cosas bonitas. Cosas con historia, con alma, que se dice. Piezas únicas que llegan a mis manos desde cortijos, casas de pueblo, cabañas, chozas y establos, caseríos, masias y pazos. Joyas que llevan tiempo esperándome y que luego te esperarán para que también les dejes tu huella...y ellas a ti. Cosas que me permitirán ganarme la vida, sí. Con toda la pasión y mucho trabajo, con mi pequeño siempre al lado y queriendo siempre lo mejor. Buscando la excelencia, que no la abundancia, mientras le hacemos otra chicuelina a la vida.
Pero no me voy a ir hablando sólo de mí, como ya supondréis. He hablado ya en este post de los trastos y de la vida. Para quien en este tiempo no se haya percatado, en la URL de esta web, la tercera de las cuestiones es la gente. TRASTOS, GENTE, VIDA. Era este colmado, sin saberlo, el preludio de este nuevo gran proyecto.

Bien, pues falta hablar de la gente...término demasiado genérico que se queda en nada cuando uno lo escribe. Gente. En este blog he hablado muchas veces de personas, de su comportamiento, su mirada y su gesto. De sus palabras. He plasmado aquí mis vivencias con gente inspiradora, personas que comparten nuestro tiempo actual y, otras veces, personajes imaginarios. Esta vez será diferente, porque será la última vez.

Hay algo que me ha sucedido hace poco, que no me había pasado nunca antes. O al menos no con tanta claridad: conocer a alguien a través de su huella. Sí la huella de la que os hablaba hace ya algunos posts...

Así me ha sorprendido Mariano. Con su humildad, su gratitud y su amor por las personas. Por su humanidad y su honradez. Sus ganas de vivir y aprender constantes. Por su alegría.
Andaba yo en busca de un perchero antiguo, estilo Thonet concretamente, que siempre me habían gustado. Sus líneas finas y redondeadas hacen de la madera un capricho, como si alguien la hubiera empapado para jugar con ella a rizar el rizo.

A través de esa nueva aplicación móvil que tanto trasteamos últimamente, me encontré con mi perchero. Y con él a Mariano. Y empecé a bucear, haciendo de la compra una aventura, un nuevo y verdadero descubrimiento. Y de esa manera, llegué a su sobrina, y después a su hija. También a la mujer que cuidó de Mariano sus últimos años.

A la primera no la conozco en persona, pero sus historias, nuestras conversaciones, han hecho que una vez más compruebe que en la vida existe una especie de magia, algo misterioso y superior que nos rodea y nos enlaza a unos con otros, a través de emociones y sensaciones. A la segunda sólo la he visto en un par de fotografías, en las que puedo ver claramente la mirada alegre y fuerte de Mariano.
Fue la tercera la que me abrió la puerta de su casa. Una humilde pero independiente casa baja en pleno barrio de Chamberí. Allí, entre los restos de una vida, fui descubriendo a Mariano, bajo la atenta mirada de su recuerdo.
Con sumo cuidado y tratando de respetar el rincón, me topé con su música y su oficio, allí donde tanta madera transformaba. "Carpintero. Carpintero como mi padre", pensé.  Bonita profesión. Sencilla, creativa, útil. Ya quisiéramos muchos jóvenes licenciados, consultores y másters del universo, tener el talento y la suerte del carpintero!

Con sus noventa y tantos años, Mariano dejó este mundo. Había dado ya suficiente muñequilla, supongo. Eso sí, nos dejó su obra a todos, a los que le conocieron en vida y a los que no.
Y a mí...A mí me dejó mucho más que un perchero...





Ahora lo que espero, lo que me gustaría y a lo que te invito, es a que te pases por nuestro nuevo colmado

      

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S   E   G   U   R   O      Q   U   E 

T  E     S   O   R   P   R   E   N   D   E
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lunes, 24 de noviembre de 2014

Los que huelen la música




El otro día leía uno de esos reportajes que te enganchan y quiero compartirlo. Con él caigo en la cuenta de que no estamos solos, y mola. Los que piensan que la nostalgia no es triste, que hablar con la gente es escudriñar en sus ojos buscando la experiencia, y a través de ella la emoción. Los que añoran viejos formatos y no se avergüenzan de ello. Los observadores perpetuos. Los que huelen la música, y de lejos. 
Gracias por olerla, Grooveman. 
Y encima en mi querido barrio.

Malasaña en formato físico, por Manu Grooveman




lunes, 17 de noviembre de 2014

La verja


Hoy escribo en dos etapas las lineas que siguen. Lo hago sobre el cuerpecito creciente de mi bebé, que mama ajeno a todo, como si nada. Le voy cogiendo el truco a esto de simultanear tareas y, a pesar de que su cabecita rebote en mi antebrazo con cada trazo, prefiero hacerlo así que no hacerlo.
Dos etapas, digo. Una a lápiz, desde un cómodo sillón que esperaba en nuestra recién estrenada casa y que ya he elegido como mi preferido. Para leer, escribir, alimentar al canijo y desde el que puedo soñar con nuestro futuro.


Lo hago sobre las páginas de una libretita preciosa, con un curioso y decorativo encuadernado que deja visible el entramado de hilo y papel en su perfil. Uno de esos sencillos regalos que te enamoran y que te inspiran. La segunda etapa de mi escrito la haré sobre las teclas. Esas que lo harán público y que últimamente reservo para lo funcional, lo necesario. Cosas como la compra, la prensa, el correo, las redes. Lo que me conecta con el exterior, sin salir de este techo que nos cobija. Porque atravesar las paredes de tu casa lleva su tiempo cuando es un bebé de dos meses y pico el que te acompaña las veinticuatro horas del día. Dúchate. Desayuna. Vístete. Aliméntale. Cambia su pañal. Vístele. Preocúpate por tener todo listo para cuando llegue ese momento.


(Pausa en el relato: Carlos decide soltar la teta y hace un amago de cabezadita. Pruebo suerte por si decide echarla de verdad, y lo acuesto a dormir. Cruzo los dedos mientras escribo, y le sonrío al comprobar que ya está con los ojos abiertos mirándome a los veinte segundos de caer en la cunita que hay junto al sillón).

Decía. Cuando lo tienes vestido tienes que salir pitando sin volver la vista atrás. Debes ignorar los platos en el fregadero, la cama sin hacer, los restos eternos de la mudanza. La vida es desorden, intento pensar. No te detengas. Tampoco lo haces porque Carlitos es el que decide ahora y, con la chaqueta puesta, metido en el capazo, el saco, la manta y las ganas, a ver cómo le cuentas que no encuentras el móvil, que vas a ponerte crema en las manos o a por las gafas de sol a la cocina. Nanai de la china. Decide por ti que ha llegado ya el momento del paseo diario. Tan necesario para él y en realidad para ambos. Después de una escena de equilibrismo en el ascensor, sujetando las piezas del carro con un brazo, una pierna y la nariz, en unos ocho minutos estás en la calle, sudando y con Carlitos ya en los brazos de morfeo. Para eso tanta prisa, piensas.





Y es entonces cuando vuelves a estar sola de nuevo, aunque sea así, de manera ficticia y momentánea. Vuelves a ser tú la que guía tus pasos. Y lo haces normalmente hacia ese remanso de paz, ese oasis, esa isla verde que


(Nueva pausa en el relato: Carlitos ya debe haber corrido una maratón desde que lo dejé en la cuna y acabo de decidir que sus pucheritos y su inquietud patadil son la consecuencia del hambre, así que le enchufo la otra teta. Al menos eso me dará un margen).








Pues como decía, que casi siempre acabo sumergida en los húmedos y otoñales caminos del Retiro. En ocasiones me adentro en el parque y me mezclo con los turistas. Esos días busco el saxofón igual que el murmullo de la multitud. Quiero ver el lago, los patinadores y ciclistas, las grandes avenidas. Otras veces me acerco a la biblioteca, decisión que me lleva a atravesar el parque y sus desniveles, empujando el carrito de un bebé apacible. Los cambios en el terreno le despiertan un instante, chequeando así el paso del adoquín al liso asfalto o a la tierra mojada.








 Pero la mayoría de las veces opto por mi camino de antaño, el que rodea el parque. No es ni mucho menos el más bonito, pero es el que me mantiene en conexión con el ruido y el ajetreo de la ciudad. De alguna manera, me conecta con la Noelia no-madre, la consultora, la trabajadora infatigable amiga de los objetivos, de la pizarra y sus planes y de la satisfacción del trabajo bien hecho. También es éste el camino de los que corremos, un cerco al gran jardín que nos permite contar las distancias cómodamente y nos evita distracciones innecesarias. Un sano camino de tierra dedicado a la desconexión de la mente y el énfasis en la zancada. Cerca de la salida, casi reservado para los que paseamos deprisa.

(Otra intensa y angustiosa pausa: se quema en el fuego algo que dejé hirviendo, ya hace demasiado rato. Llamo corriendo a mi paciente marido para que me eche un cable, él se ocupa. Y ya caigo por un momento en ese pesimismo que me aturde últimamente y que tiñe de oscuro unos días que reconozco preciosos, la sensación de que por cada concesión que me hago, por cada mini espacio que me permito, arrastro inevitablemente algún olvido, algún despiste o renuncia. Caigo en la cuenta de que no puedo con todo, por mucho que me empeñe, en que siempre estoy eligiendo a qué puedo dedicar mi tiempo y qué no. Como ex-mujerquesípuedecontodo reconozco aquí mismo que es lo que más me está costando).







Pues ese paseo, esa rutinaria danza perimetral por el rectángulo verde que preside Madrid, me une a una realidad pre-maternal a la vez que me separa. Me gusta bordear el parque junto a la verja porque puedo percibir la frondosidad de los árboles y su vida, sin dejar de sentir el tráfico, el trajín y su prosperidad.




Mientras camino, abrigando a mi pequeño de vez en cuando, pienso en mi vuelta al trabajo, ahora que ando en el ecuador de mi baja maternal. Miro esa verja y pienso que cada vez está más alta, más punzante, en lugar de ser al revés e ir menguando. Que cada vez es más grande la separación entre ciudad y parque, mayor el contraste. Que hubo un día en que ambos se mezclaban y no empezaba lo uno cuando acababa lo otro. Que no había que delimitar ni proteger nada porque imperaba el sentido común. Y sueño con el día en que desaparezca de nuevo la verja, aunque sea de gran belleza, en realidad, y nos haya costado levantarla de motu propio. Que pueda ser mi hijo el que lo vea.










Sueño, mientras camino, con una maternidad sin destierro laboral, sin necesidad de elegir entre estar dentro o fuera y que sea la mente la que ponga el foco en crecer, como madre y como mujer, como persona. Porque las ramas de los árboles se pueden talar para que no engullan edificios ni dificulten el progreso, pero las raíces, la búsqueda incansable de agua para sobrevivir, esa me temo que no hay quien la pare.












lunes, 10 de noviembre de 2014

Si pudiéramos recordar





Si pudiéramos recordar
los paseos, los besos, 
las veces que recorren nuestras manos
en busca de la gracia
miradas de amor y ternura...

Si pudiéramos recordar
la manera incansable de mecernos,
de calmar nuestra temprana inquietud
para esfumar el llanto
el hambre, la sed...

Si pudiéramos recordar
las noches en vela
sumidos en una danza eterna
que va, que viene
por la alfombra, 
deambulando a oscuras...

Si pudiéramos recordar
las renuncias siempre mágicas,
las sonrisas compartidas,
los dulces amaneceres...

Si fuéramos capaces de recordar,
estaríamos hechos de más amor,
de más luz, de más vida,
de más gratitud, de más esperanza...

No habría días grises
ni gentes vacías
ni cosas inútiles
ni miradas en vano...

Si pudiéramos recordar
el principio de todo
no podríamos ignorar
el sentido de la vida...

Si pudiéramos recordar...